Publicado en Diario de Noticias de Álava el domingo 18 de marzo de 2018
Hace unos días fui a la estación. Iba a despedir a alguien. No le di importancia, pero me pareció un error. Alguien lo arreglará, pensé yo. La cosa es que esta semana volví a la estación. A despedir también. Y ahí me di cuenta de que no es un despiste mío sino una conspiración. No quieren que nos despidamos. Bueno o lo mismo sí, pero sin saber de quién co… nos despedimos (pongo los puntos suspensivos detrás de los co… para que cada cual o cada cuala los rellene a su antojo y quede libre yo de acusaciones genéricas). A lo que iba… ¿Pero qué sentimientos, humanidad ni nada de ná que tiene la persona que ha discurrido lo de los cristales tintados en las ventanillas de los trenes? Que vale que me lo soterres. Que mola que corra mucho. Que son un lujo los bares y cafeterías que lucen. Y las corbatas del que te dice que el coche cuatro para donde el reloj y termina parando en casa cristo. Que son todo circunstancias y todos lo entendemos. Pero que en llegando al punto ese donde uno entrega su amistad, su descendencia, o su cariño sin más a la compañía explotadora de las vías, y sale dispuesto a despedir pañuelo en ristre al errante, resulta que los cristales del vagón están tintados y a nadie se ve. Y no sabe uno si lanza besos, carantoñas y arrumacos al que viene de Gijón y asiste perplejo a la escena o al confuso vitoriano que se va a Barcelona. El destinatario o destinataria de los besos abrazos y adioses hunde mientras tanto su cabeza entre las manos tratando de que dentro de vagón nadie le identifique contigo.
Y así un arrancar un tren tras otro. Cambian los peinados, las hombreras y la pintura de los vagones. Poco más. Y la estación sigue donde estaba, suspirando entre vapores de máquinas desguazadas. Y el mundo pensando en que cuando hablamos de soterrar estaciones igual estamos, una vez más, enterrando más que vías, emociones.
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