Publicado en Diario de Noticias de Álava el domingo 10 de junio de 2018
Recordamos muchos lo que popularmente era conocido como “el síndrome de la gorra”. Consistía en ciertos comportamientos que surgían de la persona humana en el momento en el que se le ponía sobre la cabeza una gorra. No una de esas tipo béisbol, que también tienen sus síndromes, por cierto, no, hablamos de esas gorras que visibilizan un cierto nivel de autoridad. Y hablamos de autoridad, no de seguridad, que ahí tenemos, por ejemplo, a los cascos y a los ingenieros que, obligados a llevarlos, los pintaron de blanco impoluto para señalar que a ellos los goterones de porquería no les caían.
Pero dejémonos de cascos y volvamos a las gorras. Le ponías una a un patán y cuanto más patán era más capitán general se creía armado de su gorra con plaquita, ya fuese un bedel, un vigilante o un agente municipal de los rasos, de los que se ocupaban del cuidado de jardines cuando yo era niño. Quede claro en este aspecto que hablo de aquellos agentes en blanco y negro, no de los de cuadritos de hoy en día, no se me vayan a enfadar los celosos agentes que nos hacen pagar a golpe de celos sus desengaños sindicales, no.
Pero bueno, volviendo a las andadas por vez tercera en estas líneas, dejémonos de gorras y hablemos de chalecos. Una mañana como está en la que estas líneas ven la luz, corren por Vitoria deportistas solidarias que acaparan en la urbe cruces y vías. Un vía crucis para el resto de las piernas ciudadanas que ven sus pasos y los de sus vehículos impedidos por agentes, si, pero también por voluntarios armados de chaleco. Algunos los sufrimos hace una semana en mitad del campo. Autoridad mal entendida y no sabe uno en base a qué concedida. Escasa empatía y nula simpatía. Y es que lo mismo damos una cartera que un chaleco, y luego no pasa lo que no pasa, o sea, que aquí no pasa nadie porque lo digo yo, que para eso tengo chaleco.
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