Publicado en Diario de Noticias de Álava el miércoles 2 de octubre de 2019
Estaba ahí plácido y tranquilo sentado contra un árbol al borde del sendero. Los ojos le saltaban de rama en rama parándose a veces en una hoja, en el pájaro que levantaba el vuelo o distrayendo en ocasiones su mirada con una mariposa o cualquier otro insecto. El sol apretaba pero no ahogaba. En el cielo volaban dispersas y pausadas las nubes escasas. De cuando en vez, el ruido de una frutilla madura al chocar contra el suelo animaba el rumor del viento entre las copas. Cantaba un ave y marcaba el tempo lento de la escena el tañir metálico de la esquila del ganado que pastaba.
De pronto oyó un rumor lejano de golpecitos acompasados. Un rumor que fue creciendo según se acercaba. Un tikitaka aumentando en decibelios. Era como el fragor creciente de un ejército en marcha que llegaba, hasta que, siendo ya un estruendo, apareció por la revuelta del camino un batallón de fieras enfundadas en sudaderas y mallas de marca, calzadas con aparatosas mezclas de bota montera y zapatilla de deporte, con guantes de rally, y gafas de ciclista, pañuelo bajo gorra, cascos en la oreja, y el gps grabando para poder luego saber el recorrido que no hubo tiempo de ver en la vorágine. En sus manos, como lanzas, dos palitos con los que iban castigando el suelo que pisaban mientras sonaba un tic tac amontonado como si de una sinfonía de relojes desbocados se tratase.
Volaron espantadas las aves a su paso, saltaron los conejos y las liebres y se le atragantó al ganado su pasto en la campiña. Hasta la mariposa voló a esconderse en unas zarzas. Casi le atropellan en su avance y ni un saludo, ni una mirada, como si no hubiera. tiempo ni lugar para pararse. Se fueron como vinieron llevándose consigo el ruido que trajeron. Repuesto junto al árbol pensó, mientras las cosas volvían a su sitio, que para esto igual mejor meterse en un gimnasio y hacer fitness.
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