Publicado en Diario de Noticias de álava el miércoles 4 de diciembre de 2019
Hay que ver qué profundos se clavan los dardos que nos tiran cuando niños. Tan adentro se nos quedan que a veces ni somos conscientes de que, ya mayores, hacemos lo que hacemos por lo mal que lo pasamos antaño. Pensaba en ello el otro día en un concierto. Es una estampa habitual: el escenario, los músicos, un espacio vacío y al fondo el público. Tanto es así que, junto a grandes mentiras como las de “empezamos a las ocho” o “esta es la última que tocamos”, una de las cosas que más se oye en muchos conciertos es aquello de “a ver gente, acercaros que no nos comemos a nadie”. Y la gente que tururú, allí, al fondo, bien arropados. Y cuando uno se pregunta ¿por qué? de repente aparecen por ahí las postillas de los dardos. Yo me apellido Vegas. Todos los cursos, cuando comenzaba el colegio nos sentaban por orden alfabético. A mi solía tocarme el extremo diagonalmente opuesto a la silla del profe. Duraba poco tiempo, si acaso una evaluación. Tras las notas, y pese a que las mías no eran malas, se oía aquello de: “Señor Vegas, se cambia usted con Aguilera”. Y allá que me iba, con mis libros y mis bolis, a trazar la diagonal y terminar en primera fila, a los pies de la mesa del profe, rodeado de pelotas y empollones, obligado a poner cara de atención y encima sin poder hacer monigotes en los libros, que adelante todo se ve. Desde entonces, siempre que puedo, me siento al final, y si no hay que sentarse da igual, intento quedarme por detrás. Lo mío fue en el cole, pero para otras muchas cosas lo de las primeras filas como que no trae buenos recuerdos. Por poner un ejemplo, ocurre algo parecido en los entierros. Cuanto más alante vas más crudo es el asunto. Así que si no es por una cosa es por otra, pero visto lo que pasa en conciertos y otros eventos, me da que no soy el único que prefiere ser el primero en quedarse el último.
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