Publicado en Diario de Noticias de Álava el 22 de enero de 2020
Cuando nos pusimos de pie, allá por el pleistoceno, aprendimos a mirar de frente a nuestro destino y caminar hacia él. Así supimos, incluso antes de saber que acabaríamos descubriendo la geometría, que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos. Teniendo en cuenta que andar es cansino y que el humano, aunque se empeñen en convencernos de lo contrario es vago por naturaleza, dedujimos que esto de poder ir a derecho era todo un ahorro de fuerzas. Por eso los viejos caminos eran muchos, tantos como puntos de origen y destino, y lo más derechos posible, aunque hubiese que subir montes o vadear ríos. ¡Sí que sabían aquellos antiguos! Pero luego nos fuimos despistando y, apoyados por nuestros inventos, conseguimos que nos pareciese lógico pasar por Valladolid para ir a Madrid en tren, o ir con nuestro coche de Hueto Arriba a Kuartango pasando por Nanclares de la Oca. Y así hasta hoy. Después de millones de años de evolución hay quien parece empeñado en hacer desaparecer el concepto de la recta en el urbanismo, y hablo del concepto en sí, del genuino, el de la distancia más corta. Es todo rectilíneo, pero dando vueltas. Todo muy racionalista pero a la vez una sinrazón. Nos ponen césped en lo que debería ser camino porque piensan que da lo mismo andar diez pasos que cien. Pero no, la cabra tira al monte y el humano a la línea recta, y así acaban los parterres surcados de caminos espontáneos. Llamamos rebeldes a los peatones que cruzan a derecho porque van a dónde van y vienen de donde vienen, pero no lo son, son humanos, no como los que diseñan nuestros barrios pensando en lo bonitos que van a quedar aunque para ello tengamos que dar la vuelta al mundo para ir a la acera de enfrente. Y contra eso no hay multas ni barreras, hay simplemente que volver a hacer lo urbano humano. Es la distancia más corta, la línea recta.
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